Estas erupciones, llamadas tormentas solares, viajan por el espacio en dirección a los planetas y normalmente afectan de manera importante al campo magnético de estos, produciéndose efectos como las auroras boreales.
Sin embargo, la mayor de estas tormentas de que se tiene constancia ocurrió el 28 de agosto de 1859, cuando el Sol despidió una gigantesca masa de protones y otras partículas cargas a millones de kilómetros por hora en dirección a la Tierra.
Los efectos: los telégrafos se inutilizaron durante varios días y las auroras se pudieron ver en latitudes insólitas, llegando a toda Norteamérica y hasta Cuba. Un artículo del New York Times del 3 de septiembre de 1859, titulado «AURORA AUSTRALIS.; Magnificent Display on Friday Morning», da fé de los asombrosos hechos:
El problema es que éstas tormentas son imprevisibles, según dice Daniel Baker, físico espacial en Colorado. A pesar de que la actividad solar sí sigue un patrón bien conocido, con picos cada 10 años y medio, la verdad es que los científicos no tienen ninguna manera de predecir la llegada de una nueva Gran tormenta solar, que indudablemente tendría efectos mucho más devastadores hoy día debido al masivo uso de satélites y dispositivos electrónicos, que seguramente resultarían inutilizados.