Si «una cosa» nace, se alimenta de alguna forma, se reproduce, y evoluciona con el paso de generaciones, ¿dirías que es un ser vivo? La historia de hoy nos invita a replantearnos hasta qué punto podemos calificar de vivos a los más pequeños objetos.
En los años 60 se descubrió un pequeño nuevo virus con una característica no vista antes: no tenía ADN.
Este virus bacteriófago, llamado MS2, solamente tenía ARN, una cadena molecular parecida al ADN que (se creía) solamente servía para hacer «copias calcadas» de trozos de ADN y llevar esos segmentos, en forma de «rutinas de código informático» a diversas partes de la célula donde ese código se ejecuta.
Aquí entra en escena Sol Spiegelman, científico americano que ya desde 1961 investigaba las peculiaridades de este raro virus. Este hombre consiguió demostrar que, en contra de lo que se pensaba, el ARN sí puede hacer copias de sí mismo, con lo que el ADN ya no era el único capaz de hacerlo. Para demostrarlo aisló una enzima (ARN-polimerasa) que precisamente buscaba los nucleótidos (los bloques elementales) con que crear ARN nuevo, y lo construía a partir de una plantilla, en este caso, el ARN del virus.
Unos años después de este descubrimiento, Spiegelman también consiguió aislar la ARN-polimerasa de otro virus (el Qβ), y con éste realizó en 1965 el experimento del que quería hablar hoy: preparó un tubo de ensayo con dicha polimerasa y una disolución rica en «nutrientes» que se necesarían para construir nuevo ARN. Entonces, echó un poco de ARN original del virus, que consistía en una cadena de 4500 nucleótidos (o «letras» del código genético).
Y como era de esperar, el ARN comenzó a replicarse exponencialmente en los tubos de ensayo, creando millones de copias del ARN viral. Hasta aquí se podría más o menos preveer, pero lo interesante ocurriría a continuación…
En su hábitat natural, el RNA del virus había evolucionado, seguramente durante millones de años, para crear una eficiente máquina de infectar bacterias. Si no fuese así, no habría sobrevivido. El RNA codificaba unas nano-máquinas (proteínas) específicamente diseñadas para ganar la batalla química a las bacterias que infectaba.
Pero dentro del tubo de ensayo, el hábitat natural era otro mucho menos duro. Aquí, el RNA que más rápido «coma» y se «reproduzca», obtendrá el mayor número de descendientes. Poco importa si no era capaz de luchar contra una bacteria, ya que no había ninguna que ofreciese resistencia.
Así, cuando el Dr. Spiegelman reprodujo el experimento en una serie de tubos de ensayo, echando una muestra de cada tubo en el siguiente, esperando a que se reprodujeran, y repitiendo la operación un gran número de veces, el ARN del último tubo no tenía nada que ver con el del primero… la sencilla molécula, ¡¡había evolucionado en una «nueva especie de virus»!!.
De los 4500 nucleótidos originales, solamente quedaron 218 tras 74 generaciones. ¿Para qué necesitaba ese «ser» una máquina vivente compleja si lo único que necesitaba era reproducirse?
En su paper original de 1972 (se puede ver aquí), se ofrecía la nueva molécula como ejemplo de selección Darwinista, aunque como cosa poco habitual, los competidores no eran animales ni plantas, sino directamente pequeñas moléculas.
En 1969 se le otorgó la patente por el ARN del nuevo virus, unas de las primeras patentes genéticas de la historia.