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¿Somos los humanos "chimpancés" en un eterno estado de infancia?

Si te gustan los niños, seguro que las crías de monos también te parecerán adorables y «monos» (valga la redundancia). Por supuesto, esto no es casualidad: va en nuestra programación genética.


Cría de chimpancé imitando caras de su cuidador: sacando la lengua, cara de sorpresa, dando un beso (¡lo intenta!) (Fuente: [1])
El paleontólogo norteamericano Stephen Jay Gould sostenía una inaudita hipótesis sobre la evolución humana:

«El Hombre, en cuanto a su desarrollo corporal, es un feto de primate que ha alcanzado la madurez sexual.» [4]

¿Cómo se queda uno ante semejante afirmación? Para ir asimilándolo, la siguiente comparación es esclarecedora. Aunque no nos parecemos demasiado a un chimpancé adulto, si nos comparamos con una cría la cosa ya cambia bastante:

Chimpacé adulto (izquierda) y cuando aún es una cría (derecha). De Adolf Naef, 1926.

Si el parecido de la cría con «una personita» te da un poco de mal rollo, estas experimentando el valle inquietante. La foto la tomó un tal Adolf Naef a principios de siglo XX, y aunque algunos opinan que el animal estaba muerto cuando preparó la toma (perdón, ¡no recuerdo la referencia de dónde lo leí!), el parecido de la cara y el cráneo es indiscutible. Por cierto, la comparación con el chimpancé (en lugar de con cualquier otro homínido) viene del hecho de que son nuestros primos más cercanos en la evolución: nuestro abuelo común vivió hace sólo ~5 millones de años.


El género Hono (nosotros) y el Pan (chimpancés) somos familiares cercanos (fuente).

La evolución, cualquiera que sea la causa que la empuja, tiene sus artes. Puede modelar el cuerpo de los seres vivos estirando, acortando, girando, duplicando, etc… las diferentes partes del cuerpo, o de las proteínas que lo forman (y existen muchas otras cosas que no puede hacer).
Pero al igual que puede operar en las tres dimensiones espaciales, también puede jugar con el tiempo, acelerando o desacelerando determinados procesos que están genéticamente programados para ocurrir en las distintas etapas de formación del embrión, la niñez o la vida adulta. Todos los hechos programados para antes de tener descendencia están muy depurados (piénsalo: ninguno de tus antepasados murió de niño), pero no así los que ocurren a edades más avanzadas. Ese es (uno) de los sencillos hechos detrás de la vejez: a la evolución no le importa (casi) nada lo que nos pase después de haber tenido hijos.
Volviendo a la posibilidad de retrasar hechos programados, a veces ocurre que el periodo de la niñez se alarga, y a eso se llama neotenia (extensión de la juventud). Y hay evidencias de que la neotenia ha actuado al menos en parte de nuestra evolución desde que nos separamos de los chimpancés. Esto se hace más evidente al comparar el desarrollo del cráneo de ambas especies a lo largo de la vida:

A la izquierda, el cráneo de una cría de chimpancé (arriba) y de un bebé humano (abajo). Fijarse en que son extremadamente similares. En el caso del chimpancé, el cráneo se va deformando gradualmente durante la infancia (arriba en medio) hasta llegar a su estado final de adulto (arriba derecha). Nuestro cráneo de adultos humanos se quedó estancado en la forma transitoria de las crías de chimpancé, como muestra la figura central de abajo.

Evidentemente, a priori parece haber un problema con el alargamiento de la niñez: si la madurez sexual no se alcanza hasta la adolescencia/estado adulto, no se podrían pasar dichos genes a la siguiente generación y la mutación que la causa no se propagaría. Por eso, la neotenia se define como el alargamiento de la niñez acompañada de forma forzosa del adelantamiento de dicha madurez sexual, aún siendo morfológicamente «una cría» para los estándares de las anteriores generaciones.

¿Qué ventajas evolutivas podría tener esta estrategia como para haber determinado a la evolución de nuestros antepasados? En primer lugar, se observa que las crías de chimpancé actuales aprenden muy rápido y tienen mucha más curiosidad que cuando están en estado adulto, además de tender a ser más «sociables».
Posiblemente el estilo de vida social de nuestros ancestros fue lo que introdujo esa presión evolutiva que favoreció la selección, por atractivo sexual o cualquier otra ventaja, de los individuos que cada vez retrasasen más su «estado adulto» y conservasen su apariencia juvenil.

Un grupo de chimpancés compartiendo tranquilamente una comida (fuente).
¿Quiere esto decir que llevamos dentro un «mitad mono-mitad humano» esperando a salir a alguna edad muy avanzada?
Porque nuestro cráneo ya no tome la forma de nuestros ancestros homínidos, no quiere decir que no pueda recuperarse mediante algún «interruptor» ahí en nuestro DNA, esperando vanamente a la llegada de una edad inalcanzable (¿150 años?) o de alguna señal química cuya síntesis se perdió hace tiempo. Desde luego, con la edad ¡casi todos nos volvemos cada vez más peludos, y eso parece una reminiscencia del pasado!. Bromas aparte, en realidad hay muchas razones para descartar que exista algún «botón químico» que de pronto nos haga alcanzar una «segunda madurez».
Pero no es absolutamente descabellado, porque existen precedentes.
El ajolote es un animal acuático natural de México. Conocido por el pueblo azteca, para ellos representaba a uno de sus dioses, lo que no es de extrañar por su curioso aspecto (y el aún más raro secreto que guarda):

Ese es el aspecto que suele tener el animal durante toda su vida: nace, crece, se reproduce y muere con esa pinta. Y así ha sido por muchos miles de años.
Pero sobre principios del siglo XX, a un tal Vilem Laufberger le dió por inyectar hormona tiroidea a uno de estos animales… ¡y se convirtió en una salamandra!:
 
El ajolote era tan sólo una larva. Pero tras un proceso evolutivo de neotenia, había conseguido reproducirse antes de llegar a la metamorfosis, alargando esa etapa de «niñez» indefinidamente… aunque ante la señal química adecuada seguía siendo capaz de terminar en su antigua forma adulta que ya no necesitaba.
Para hacer honor a la verdad, el ajolote sí que puede llegar a su forma adulta sin necesidad de inyectarle nada, pero sólo si sufre algún tipo de proceso traumático o estresante, por lo que la mayoría de ejemplares viven una vida plena en su forma de larva tan tranquilamente.
Después de todo esto, espero haberos convencido un poquito de la posibilidad de que seamos «bebés de chimpancés».
Pero, ¿qué opinas? Esta presión evolutiva de nuestro pasado, ¿sigue presente hoy día? ¿Tendrán los humanos adultos del futuro lejano apariencia de nuestros adolescentes?

Para leer más: 1 2 3, 4 (Libro: «Ontogeny and Phylogeny«, S.J. Gould), 5

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